No hay mejor lugar que los brazos de mamá

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La falta de empatía que domina el mundo

Hoy vengo en modo desahogo.

De verdad que siempre he pensado eso de todo el mundo es bueno, vamos, que creía en la bondad de la gente por encima de todas las cosas. La lástima es que creces y te das cuenta que eso no es verdad. Que el mundo hay mucha gente mala. Están los malos malísimos, esos que cada día inundan nuestras televisiones con maldades escalofriantes. Y luego están los malos de andar por casa, esos con los que puedes convivir sin pensar que tienen un corazón podrido y de piedra, hasta que un día, más bien antes que después, desenmascaras.

Esas personas no hacen grandes maldades, hacen cosas pequeñas que te duelen de verdad, pues ves su falta de comprensión, su falta de empatía. Me pregunto si a esas personas siempre les han ido tan bien las cosas en la vida que son incapaces de ponerse en la piel del otro por un momento, de entender su sufrimiento.

Yo nunca he sido así. No estoy diciendo que sea la más buena del mundo, que sea una santa y vayan a beatificarme cuando ya no esté. No. Por desgracia, también tengo mis cosas malas, aunque juro que cada día procuro cambiarlas. A veces no puedo más con mis hijos y les chillo como una loca, pero estoy en el intento de dejar de hacerlo. A veces grito en el coche a un conductor que ha hecho alguna maniobra que me ha puesto en peligro. Y seguro que a veces he hecho daño a alguna persona sin querer. Pero tengo clarísimo que hago mucho más bien que mal.

Yo sí soy empática. Yo sí ayudo a las personas. Yo sí soy capaz de sufrir con los demás e intentar aportar mi granito de arena. Y por suerte, veo que mis hijos aprenden esas cosas de mí. Cuando nos mudamos al piso nuevo, Lucas acababa de cumplir 10 años, me comentó una vecina lo que le gustaba mi hijo, pues siempre que la veía le sujetaba la puerta para dejarla pasar. Aunque no todo el mundo es igual, pues yo he llegado muchas veces a la urbanización cargada de compra y con la niña y algún vecino me ha cerrado directamente la puerta en las narices… Un día, mientras cruzábamos por un paso de cebra, iba delante de nosotros una madre con sus dos hijos. El mayor, de unos 10 años, arrastraba una pesada mochila de ruedas del colegio. Al llegar al bordillo de la otra acera, se tropezó y se cayó y la mochila salió volando. La madre empezó a regañarle por torpe y yo lo primero que hice fue ayudarle a levantarse y preguntarle si se encontraba bien, mientras Lucas recogía las cosas que se le habían caído al suelo. Al final Sara me preguntó porqué había levantado al niño del suelo y le expliqué que tenemos que ayudar a las personas que nos necesitan, si se caen, les ayudamos a levantarse. Son solo pequeños ejemplos que mis hijos ven y van interiorizando.

Pero ahora voy a las personas malas, a esas sobre las que hoy quiero desahogarme. Me pasan por la cabeza tantas historias, que no podría contarlas todas. Como aquella vez que estaba embarazada de Lucas e iba en el metro a trabajar, mi primer trimestre, mareada y con hiperémesis. Antes de llegar a mi parada empezó a darme una bajada de tensión del calor y sentía que me iba a caer, pero el vagón iba lleno hasta los topes. Así que en la siguiente parada me bajé corriendo, me senté en un banco antes de perder el conocimiento y vomité. ¿Y sabéis qué? Pues que no pasó nada, mejor dicho, no pasó nadie, nadie se acercó a ver que me pasaba, si me encontraba bien, allí estaba yo sentada en un banco del andén, con la cabeza entre las piernas para recuperar la tensión, los ojos cerrados y vomitada y nadie se preocupó de mi ni un solo instante, el andén se iba llenando pero justo a mi alrededor no se paró nadie. En esos momentos, las cosas te duelen, pero hoy en día, las cosas me duelen aún más.

Esto que os cuento ahora ya lo conté hace algo más de 1 año. Las dos semanas que Jose estuvo en la UVI yo las viví en un estado de ansiedad constante. Una de las mañanas que volvía en el autobús de verle, pues no me veía con fuerza para conducir, empecé a hiperventilar, a agobiarme, casi no podía respirar y por supuesto, no podía de dejar de llorar. Tenía una crisis de ansiedad sentada en un autobús rodeada de personas y tampoco nadie se acercó a prestarme su apoyo. NADIE. Vieron a una desconocida llorando en un autobús, haciendo ruidos respiratorios raros y no se les ocurrió preguntar ni ofrecer ayuda. ¿Es eso justo y normal? ¿De verdad que los seres humanos somos buenos por naturaleza?

A partir de ese momento, me he encontrado varias personas para colgar en la categoría de MALAS, sí, aunque suene así de fuerte, conmigo se han portado mal y me han hecho daño. Y eso sobre las que quiero desahogarme ahora. Lástima que no tenga nombres para ponerles una quejar.angustia

A los pocos días de fallecer Jose, fui al INSS de Móstoles, a llevar los papeles para solicitar la pensión de orfandad de Sara y mi pensión de viudedad. Si alguien se ha visto en la misma situación que yo, os diré que los papeles que hay que presentar son muchísimos, por lo menos en el caso de ser pareja de hecho. Muchos originales y copias de todos los documentos que se os puedan ocurrir. Me costó varios días recopilarlos todos y el día de la cita, allí estaba yo, con una carpeta llena hasta los topes y el corazón destrozado. Dentro de la oficina del INSS de Móstoles, he imagino que igual en el resto de España, hay un montón de personas trabajando pero no todas atienden las mismas cosas, cada uno está especializado en lo suyo. Así que lógicamente, la individua que me atendió a mí, que no tiene otro nombre, es una de las encargadas del tema de las pensiones. Si partimos de la base que cuando alguien va a que le atiendan por un tema de pensión, irá en un estado emocional bastante delicado, lo lógico es que las personas que te atiendan en esos casos tengan total empatía. Pero no. La señora en cuestión fue la persona más borde y antipática que debería haber en la oficina. Lástima no haberle pedido el nombre para ponerle una reclamación. Me senté en su mesa y sin un hola, me dijo que le diera los papeles. Yo, cargada con mi carpeta, le puse todo en la mesa, pero ella empezó a decirme de muy mala maneras que se los fuera dando en orden. Evidentemente, no sabía cuál era el orden, así que se lo dije y empezó a gritarme, que si íbamos allí de malos modos, que si me creía que ella estaba allí para servirme…en fin, no recuerdo que más dijo porque me puse malísima. De nuevo tuve una crisis de ansiedad, no podía respirar, lloraba desconsoladamente, intentaba controlarme pero era incapaz, estaba destrozada por la muerte de Jose y en vez de toparme con alguien que me ayudase, me encuentro con esa señora antipática, incapaz de ponerse en mi lugar y de imaginar el dolor que estaba pasando y que tenía la osadía de hablarme de muy malas formas. Y de nuevo, me encontré que nadie, absolutamente nadie en todo el INSS se acercó a consolarme, a tomarme de la mano, a ofrecerme un pañuelo, a darme un apretón o una caricia o una palabra amable. NADIE. Allí estaba yo sola, con mi agobio, ahogándome y tratando de calmarme para terminar con aquello cuanto antes. Cuando conseguí tranquilizarme más o menos, la señora aquella seguía allí sentada, sin mover un músculo. Simplemente suavizó un poco su tono de voz, y ya fue pidiéndome los papeles en el orden que debía entregarlos.

Me he encontrado varios casos de estos, de personas que han tenido que atenderme por algún motivo relacionado con la muerte de Jose y no han sido nada empáticos. A ver, yo soy enfermera y lidio con enfermedades incurables y con fallecimientos casi a diario. Con el tiempo terminas poniéndote una coraza para que todas esas cosas no te afecten, no puedes traerte a casa todos los malos momentos. Pero que no deje que me afecten no significa que sea una persona fría y distante. Cada vez que pasa algo malo, siempre estoy ahí por si el familiar necesita algo, tengo palabras dulces y amables, incluso abrazo a quien lo necesita. Por eso no entiendo cómo he podido encontrarme gente tan mala en este último año.

Pues aunque ya han pasado 15 meses desde que Jose falleció, el tiempo ha calmado un poco el dolor, pero las cosas siguen doliendo. Y si tienen que ver con él, todavía más.

La semana pasada fui a hacienda a llevar su declaración de la renta. El año pasado ya me tocó hacerla y tener varios problemas a la hora de que me devolviesen lo que le correspondía, problemas con los que no os voy a aburrir ahora. El caso es que este año, para ahorrarme esos problemas, decidí llevarla en persona a la oficina, en vez de presentarla por banco. Y de nuevo, me toca la individua que tiene que haber en todas las oficinas que trabajan de cara al público, siempre tiene que haber un garbanzo negro y me toca a mí. Después de una hora de retraso, voy a la mesa que me corresponde y la señora me dice que llevo la declaración sin firmar. Le digo que es de mi difunto marido, que evidentemente no puede firmarla. Me dice de muy malas manera que entonces la firme yo, que soy su mujer. Le digo que no estábamos casados y que la heredera es mi hija. Entonces, de peores maneras todavía, me dice que la niña no puede firmar, ¡ojito que lista es la tía, que con sólo mirar a Sara de un vistazo se ha dado cuenta que no es capaz de escribir su nombre! Aquí empieza una conversación de besugos, con una señora que no sabe hacer su trabajo y tiene la desfachatez de decirme que si ya presenté la declaración el año anterior, ya sabré lo que tengo que hacer. Le digo que la que debería saberlo es ella, pues es su trabajo pero me dice que es la primera vez que se encuentra con un caso como este. ¡Venga ya, no me lo creo! Y de nuevo, en vez de mostrar un poco de empatía con la desconsolada viuda y la huérfana, se pone a gritarme que me vaya a una mesa aparte a firmar de la manera que me parezca más conveniente, que le estoy formando cola y tiene que seguir atendiendo gente. Ni que decir tiene que me dio otra crisis de ansiedad. Algo que no sabía lo que era, desde que Jose se puso enfermo es bastante común en mi día a día. Me bloqueo, me pongo nerviosa, intento contenerme pero me pongo más nerviosa aún y termino llorando a mares, hipando e hiperventilando. Por suerte sí que quedan personas bondadosas en el mundo, que se ocuparon de distraer a mi hija mientras ella estaba preocupada porque su madre lloraba y me dieron un pañuelo y me cedieron una silla para que pudiera tranquilizarme un poco. Cuando conseguí serenarme y firmar los papeles como tutora de mi hija, la señora antipática, al ver que me acercaba a su mesa, se puso la mano en la barriga y me dijo que se encontraba mal y se fue al baño corriendo, para no atenderme. Imagino que se le caería la cara de vergüenza de lo que me había hecho pasar.

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No consigo comprenderlo, no consigo entender cómo la gente puede ir por el mundo con la cara bien alta y ser incapaz de ayudar al prójimo, cómo podemos vivir en una sociedad donde cada uno mira para su propio ombligo, sin importarle lo que le ocurra al de al lado. Cómo gente que trata cada día con personas con grandes problemas personales es incapaz de mostrar algo de empatía, una palabra amable, una sonrisa, un simple gesto para ayudar a mitigar un poco el dolor.

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